jueves, 6 de diciembre de 2012

Huellas sobre el asfalto



(Una aproximación desde el periodismo narrativo al fenómeno religioso, cultural y folklórico de la peregrinación a Caacupé. Publicado originalmente en El Correo Semanal de Última Hora, en diciembre de 1990).

Por Andrés Colmán Gutiérrez


La carreta fue despertada de su antiguo sueño, al fondo de la chacra. Los dos viejos bueyes quedaron liberados de la cimbra del arado, para unirse a la alucinada expedición. Con entusiasmo febril, las mujeres y los niños se ocuparon de acondicionar el brasero, las bolsas de mandioca y de frutas, los bidones de agua y las provistas, junto a los colchones, las mantas y los enseres de cocina, debajo del toldo de vacapi.
Erguido sobre el pescante, blandiendo la larga picana de takuara, Cándido Zárate conduce la marcha. Sentados en el piso de madera, entre cajas y bolsas, viajan su mujer y sus hijos. La abuela Regina va en el medio, con sus manos rugosas desgranando las cuentas de su rosario, en un largo trance místico.
Atrás queda el rancho, dormido en la siesta calcinante. Durante todos estos días no habrá más hogar que este crujiente vehículo de madera mohosa, avanzando a los tumbos por los rojos caminos polvorientos y los costados del vertiginoso asfalto negro, cual embarcación terrestre que navega desde otro tiempo, empujado por los gritos del  carretero.
Es diciembre, tiempo de lluvias repentinas, de calor húmedo y cantos de cigarras. Desde la soledad de las campiñas, desde la agonía de los pueblos olvidados, una espectral procesión se pone en marcha.
El Paraguay peregrina a Caacupé.  

***

-plaf… plaf… plaf…
Nada los detiene.
Ni el tórrido Sol que agrieta las piedras, ni la intempestiva lluvia de verano, ni siquiera la sed o el cansancio.
Las caravanas de peregrinos trepan la cuesta empinada del cerro como empujadas por un viento sobrenatural.
Desde lo alto, las cámaras de la televisión muestran a los promeseros como incansables hormiguitas humanas que avanzan por la sinuosa carretera. En sucesivas secuencias panorámicas van desfilando las caras, los gestos, las expresiones. Y dicen mucho esos rostros sudorosos y extasiados, esas sonrisas apretadas entre los dientes, esos labios que musitan plegarias o cantan monótonas letanías.
Pero más, mucho más, dicen los pies…
Aquí, a ras del suelo, en ángulos que casi nunca son enfocados por las cámaras, está el verdadero secreto de este pueblo peregrino.
Estos pies son los principales protagonistas de esta marcha alucinante.
En estos pies, descalzos o revestidos de cueros humildes, surcados de llagas y escoriaciones, está dibujada la geografía del alma popular.
Estos pies hablan de dolores profundos y de tercas esperanzas, de distancias sin límite y de soledades sin tiempo.
Estos pies hablan de una fe ancestral que está más allá de todas las fronteras.
-plaf… plaf… plaf… -retumban sordamente las pisadas.
Estos pies que marchan a Caacupé van dejando sobre el asfalto una huella invisible e imborrable.

***

Sentada sobre una piedra, a orillas de la ruta, la Virgencita saborea un helado de piña.
Ella tiene apenas tres años de edad. Cansada y risueña, ha llegado caminando con sus padres desde el desvío a Piribebuy. Ahora, bajo la fresca sombra de un árbol de timbó, juega con su corona de cartón dorado, mientras una helada mancha amarilla va tiñendo su túnica de algodón.
Como una encarnación de la esperanza, la imagen de María de Caacupé se reproduce y se multiplica en estas niñas vestidas de blanco y azul.
En desesperada invocación divina, el pueblo trata de proteger a sus hijas con las ropas del milagro, más allá de las miserias y de los males que cargan sobre sus espaldas.

***

A su paso se levantan nubes de mosquitos y de habladurías, pero el nada escucha, nada siente, nada percibe.
Solo existe la pesada  cruz de urunde’y que arrastra sobre sus hombros, como en un sueño mágico, y el camino abierto hacia la cumbre, allá a lo lejos, desde donde el santuario lo llama con destellos metálicos bajo el ardiente Sol.
Fantasmagórico Cristo de tierra, el Hombre de la Cruz continúa absorto en su calvario, arrastrando el tosco madero, como si hubiera cargado sobre sus espaldas todos los pecados del mundo.

***

Lleva siete ladrillos, número bíblico, en cada mano.
La mujer, de facciones campesinas, se arrastra sobre sus rodillas en medio de la multitud, que le abre paso con exclamaciones de asombro.
La piel escoriada va dejando pequeñas huellas de color carmín sobre la explanada del templo.
Extrañamente, su rostro no refleja dolor, sino alegría.
El dolor era antes, explica ella, cuando la enfermedad la mantenía postrada todo el día en la cama, sin poder moverse. Hasta que la Virgencita hizo el milagro…

***

No son las supuestas curaciones mágicas, ni las dádivas sobrenaturales, las que mejor testimonian la leyenda de los milagros de la virgen de Caacupé. 
No; el verdadero milagro se produce cuando se borran todo el dolor y el cansancio de estos rostros curtidos. 
Cuando toda la angustia, la soledad, la miseria y la humillación cotidiana quedan depositadas allí, al pie de la imagen venerada. 
Cuando, en este país de históricos desencuentros y profundas divisiones, se registra este multitudinario encuentro popular, aunque haya quienes les den nombres distintos que la fe y la esperanza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario